viernes, 25 de marzo de 2011

Misión Diáspora

Una tragedia implacable para cualquier país es el éxodo de sus mejores hijos. Cuando jóvenes educados, formados en distintas actividades y con “toda la vida por delante” para ejercer sus profesiones huyen sin disimulo, agredidos por una realidad que los obliga a buscar su futuro en el extranjero, algo anda mal. Y no son justamente esos jóvenes. Por desgracia, eso es más que visible ahora en Venezuela, como lo fue hace décadas en no pocos países de América Latina que vivían bajo dictaduras y que incluso hoy admiten, pese a que recuperaron hace tiempo sus democracias, que les costó mucho redimirse –o no se han repuesto aún– de aquella pesadilla.

Para colmo, Venezuela fue siempre un país de inmigrantes, receptor de talento –no sólo en mano de obra– que hasta buscó equilibrar cierta carencia de recursos cuando bajo el auge petrolero afloró la clase media a principios de los años 70 y su dirigencia política más lúcida recurrió, inteligentemente , al programa Gran Mariscal de Ayacucho para enviar muchachos a estudiar en el exterior, con la cláusula reaseguradora de que, al graduarse, debían regresar para trabajar en el país. Eran otros tiempos. La realidad de hoy ni asomaba en el horizonte.

Nadie imaginaba que a principios del siglo XXI miles de profesionales de entre 25 y 40 años se marcharían en masa hacia países en los que no nacieron y en los cuales –obvio– quizá nunca soñaron vivir, para edificar su futuro y rendir allá los frutos de una educación que recibieron aquí y que, directa o indirectamente, pagó el Estado Venezolano, aunque se hayan graduado en universidades privadas con el esfuerzo de sus familias. Siendo que la actividad formadora y productiva privada es parte esencial de toda nación moderna, aun en el supuesto negado de que un gobierno pretendiese que el derecho a ser persona y construir país no es de todos.

Médicos, ingenieros, economistas, odontólogos, veterinarios, contadores, periodistas, sociólogos, químicos, matemáticos, literatos, físicos, mercadólogos y hasta profesionales con menos chance de revalidar y ejercer –verbigracia, abogados– vuelan en busca de horizontes de vida que aquí se les niegan. Son emigrantes calificados a los que cualquier nación inteligente abre sus puertas, porque llegan con tres virtudes en combo: saber profesional, voluntad de trabajo y espíritu de adaptación.

Tienen además otro síndrome, no tan positivo, que comparten con sus padres, tíos o primos que se quedan aquí. El desgarramiento familiar que cada uno asume a su manera, pero que no deja de ser doloroso, más allá de la absurda diatriba tan escuchada hasta hace poco entre muchos venezolanos de buena posición: “yo estoy tranquilo, porque mis hijos están fuera”.

¿Tranquilo? Tal vez; pero además triste. Tanto que, como el fenómeno se ha extendido de modo indisimulable y ahora no son solo los hijos de ricos quienes se marchan, sino además miles y miles de la clase media, casi no se escucha la letanía del “estoy tranquilo”. Más bien están afligidos. Por ellos, por lo que sus hijos ya no harán aquí, por lo que pierde el país, incluidos los nietos.

Confieso que yo, que soy un inmigrante, estoy atribulado. Cuando llegué a Venezuela, huyendo de la dictadura militar que el general jorge videla (minúsculas mías) había instalado en Argentina con sus secuaces impresentables, reinaba aquí una emblemática democracia, economía sólida y oportunidades a millón.

Mi país de origen, en cambio, era una tragedia. Sin embargo, por sobre el esquema básico de los asesinos de oficio que provocaron un genocidio imperdonable, incluyendo casi 10 mil desaparecidos comprobados, el gobierno militar pretendió frenar de algún modo el éxodo general de reservas humanas estratégicas, que se venían gestando con otros gobiernos de facto y se aceleró en el proceso videlista.

Aleccionada por la agencia de imagen Burson Marsteller, la junta militar inventó un pegadizo jingle publicitario pretendiendo disuadir a los jóvenes que huían: “No te vayás/que te necesitamos/si te quedás y luchás/ seguro que ganamos”, decía la letra, con todos los verbos pronunciados en tono agudo, con acento, como escriben los argentinos incorrectamente su español.

No les creí, claro. Pero hay que reconocer que ellos hicieron su esfuerzo, obviamente porque les dolía no que se fuesen tipos como yo –izquierdistas insalvables a los que había que desaparecer— sino porque huían además muchos otros: todos los que estaban hartos del pensamiento único, la economía inflacionaria y decadente, la improductividad, la dictadura humillante y la inseguridad que integraba la delincuencia común al terrorismo de Estado.

¿Hay alguna similitud entre aquella realidad de Argentina y la actual de Venezuela? No vale la pena ni empezar a discutirlo. Nadie ganaría nada. En todo caso la similitud muy notable entre aquella dictadura y esta democracia está en la fuga de talento joven. Algo mucho más grave y menos recuperable que la fuga de divisas. Lo curioso –contrario de lo que sucedía en Argentina– es que el Gobierno Venezolano no parece estar preocupado por este desangre. Al revés. Casi lo celebra y alienta.

Tal vez el Gobierno piensa que ese vacío de inteligencia, esa lamentable fuga de cerebros, pertenece exclusivamente a los que definen como el conglomerado oligárquico monopólico explotador capitalista, que es parte de una suerte de Venezuela perdida, porque sus hijos no son útiles para nada y menos para contruir (sic) el socialismo del siglo XXI. Craso error si creen eso. Lo digo no sólo en mi carácter de inmigrante, sino en nombre de mi hijo mayor, venezolano, que acaba de irse a España.


Raúl Lotitto

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